miércoles, 9 de julio de 2008

UNA MUSICA DESNUDA por Adrián Bonilla

Una lágrima por el cóndor
Dardo Nofal
Corregidor, 1995
160 págs.

Leer Una lágrima por el cóndor, primera novela del escritor santiagueño Dardo Nofal, es leer una breve historia del desencanto. Autobiográfica, la novela rememora las experiencias y transformaciones que templaron la vida del autor impregnada en todos sus pasajes por un común denominador: la relación entre amor y muerte.
Un secuestro y asesinato por encargo ocurrido durante la última dictadura militar sirve de disparador para que Nofal, hastiado de tanta miseria humana, se refugie en sus recuerdos de infancia. Aun así, las historias que nos cuenta no son nada cómodas para el niño y el adolescente que las vivió. Eso sí: como un lugar común, o el cliché todo tiempo pasado fue mejor, por entonces aún había esperanza. Pronto la adultez y la angustia existencial tejerán una telaraña de la cual será difícil escapar. “No es sencillo, viejo, llevarse a cuestas. Entre Dios, la muerte y las dudas de uno se arma un equipaje muy jodido”, nos dice desde la mesa de un bar el Flaco, personaje de la bohemia tucumana y de las páginas más intensas del libro.
El periplo de los hechos narrados parte desde el obraje santiagueño –Quebracho Coto–, pasando por Santa Rosa de Leales –Tucumán–, hasta llegar a Villa 9 de Julio, en la capital tucumana. Si hay algo que Nofal logra con maestría es hacer entrañables a los personajes que evoca: el negro Bárquez, un mulato que con su armónica alegra los carnavales de Quebracho Coto; Luli, obrero golondrina, corredor de cuadreras e inseparable de su caballo Togo; Rubén Castillo, lustrabotas tucumano que en una noche de alcohol y tal vez de bronca, mata a un hombre en una estación ferroviaria, anticipando así el titular que pocos años después, en la sección policiales de La Voz del Interior, sellaría su destino: “Linyera tucumano asesinado”; Roberto Santucho y el encuentro previo a su caída donde, vestido de sacerdote, burla la guardia de conscriptos apostada en la entrada de LV 12 para reunirse con su amigo y decirle: “Me debe quedar bien el hábito, porque todo lo que hice lo hice con fe”. Otro personaje evocado desde la nostalgia es el Flaco –Alberto Elsinger–, periodista de La Gaceta, pasajero nocturno y solitario de bares donde el filo y la mordacidad de su pensamiento, sazonados con ginebra, no hacían mella. Porque “lo que buscaba el Flaco era quedarse a solas con Dylan Thomas, Nietzsche, Mayakovski o García Lorca. En ocasiones la ginebra le doblaba las finanzas y después no tenía ni un peso para el plato de locro”. En tales ocasiones, y ante la posibilidad de que alguien le pagara una comida, su actitud rayaba la misantropía: “Prefiero acostarme con hambre y no sentarme con idiotas, viejo”.
Una lágrima por el cóndor es también la historia de una iniciación sentimental y política. Pasan por las mejores páginas del libro discusiones estéticas e intelectuales en torno al peronismo. Resumen y preludio, quizá, del estado de cosas que desembocó en la última y más sangrienta aventura militar. El Flaco, como un aniquilador de falsas conciencias, se convierte en esa lucidez que ni siquiera a solas nos atrevemos a entrever o a escarbar: “en el fondo, lo sabía, era el Flaco el que azotaba impiadosamente mis ansias de redentor, mi ideología que albergaba a los estragados sociales, mi ilusión de un mundo distinto. A veces, cuando resucitaban esos afanes justicieros, venía él y en un santiamén los transformaba en añicos”, apunta nuestro narrador. El pesimismo, especie de repelente para ilusos, ahuyentaba los ideales de un Nofal todavía creyente: “Esa cárcel de mordacidad descreída en que el Flaco había convertido su existencia me alejó de él por un tiempo. Yo necesitaba creer y hacer”.
Frente a la novela de Nofal, me pregunto: ¿Acaso, como el Flaco, deberíamos convertirnos en “un quijote que miraba las aspas del molino, sin confundirlas”? ¿No será además, entre tantas historias, la historia de un despertar?

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